Esta columna empieza con una advertencia: para el autor o el editor, que determinan el título de un libro o de una nota periodística, es muy atrayente mentar la muerte de las instituciones. Se trata de una metáfora que, sin embargo, despierta debates apasionados. Se habló de la muerte del arte, del libro, de la democracia, de la religión, de la verdad. Este dictamen provoca controversias entre los que lo formulan y los que defienden la supervivencia de aquello en lo que creen o practican. En efecto, ¿quién está dispuesto a aceptar, sin más, la desaparición de la creencia en lo divino o del placer por la lectura? Quizá sería más certero hablar de decadencia o de transición. U otorgarle relevancia a la resiliencia, un concepto sostenido por los que explican la sobrevida de algo o de alguien.
Si hablamos de partidos políticos, que es el tema de este artículo, se observa esa polémica, al menos en el plano académico, sin que necesariamente se hable de muerte, pero sí de decadencia o pérdida de sentido. En Estados Unidos, algunos politólogos creen que los partidos políticos se están vaciando de contenidos, como lo han expuesto Daniel Schlozman y Sam Rosenfeld en el libro The Hollow Parties (Los partidos huecos), donde sostienen, después de repasar las épocas de esplendor de estas organizaciones en Norteamérica, que, desde hace décadas, están siendo eclipsados por la polarización política y los liderazgos personalistas. Hacen foco en el Partido Republicano, para mostrar que ya no es una entidad política sino “el partido de Trump”. La nueva derecha, afirman, quiere reemplazar a los partidos históricos por “coaliciones monotemáticas” en torno a líderes fuertes que construyen enemigos antes que programas de gobierno.
Estos politólogos afirman que el vaciamiento de los partidos socava gravemente la democracia. Sin embargo, del otro lado de la biblioteca replican que los partidos siguen vivos e influyentes. Una exposición de esta perspectiva la hace Seth Masket en el libro The Inevitable Party: Why attempts to Kill the Party Sistem Fail and How they Weaken Democracy (El partido inevitable: por qué fracasan los intentos de destruir el sistema de partidos y cómo debilitan la democracia). A Masket le preocupan los proyectos de reformas del sistema y la polarización ideológica que pueden debilitar a los partidos, pero muestra cómo estos, en virtud de su flexibilidad y capacidad de adaptación, logran sobrevivir. Demócratas y republicanos atraviesan ups and downs, pero no fenecen, recuerda Masket. Dice que en realidad es una tentación dictaminar su fin y lo atribuye a un discurso mediático cada vez más frecuente, que presenta a la competencia política como una guerra con muertos y heridos.
Esto no les gusta a los autoritarios
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Sin embargo, si se observa el sentimiento de la sociedad respecto de los partidos y no solo lo que ocurre en el sistema político, el resultado es poco prometedor y les da la razón a los pesimistas: los índices de confianza en los partidos se vienen derrumbando desde hace años, incrementando la apatía o a la preferencia por liderazgos fuertes y extremistas. Argentina hoy es uno de los ejemplos mundiales más relevantes de lo que ocurre cuando organizaciones políticas declinantes son reducidas casi a escombros con la irrupción de un líder transgresor, avalado por la mayoría de la sociedad. Ante este fenómeno se plantea una discusión, como lo hemos mostrado, acerca de si los Trump y los Milei se cargarán el antiguo orden o si éste logrará sobrevivir.
En Argentina, a diferencia de Estados Unidos, no se preservó el bipartidismo, que estaba vigente, de modo imperfecto, cuando se recuperó la democracia. La primera elección fue una competencia casi excluyente entre los dos grandes partidos históricos. Luego siguió un largo dominio del peronismo, hasta de-sembocar en la formación de coaliciones, que le permitió a la oposición recuperar el poder en 1999, bajo el liderazgo de un radicalismo renacido; y en 2015, con la tutela de un nuevo partido, el PRO, hasta que regresó el peronismo. Esta historia dio un giro dramático con el ascenso irresistible de Javier Milei, un hecho inesperado y politológicamente novedoso: lo hizo en base a un liderazgo personal, con un partido casi inexistente, sin territorio y sin legisladores. Este suceso no tiene antecedentes en la política argentina moderna.
El último episodio de esa saga ocurrió esta semana y merece particular atención. El protagonista, acaso lamentable, fue el PRO. Antes de Milei, quien repudia la democracia liberal, aunque acate por ahora sus reglas básicas, fue fundado el PRO, un partido estructurado según los parámetros de la democracia occidental, con una organización burocrática, cuadros profesionales, programa de gobierno y votantes conscientes y autónomos. En muy pocos años, en el marco de una coalición que matizó su programa, pero no lo invalidó, alcanzó la Presidencia de la Nación, produciendo otra novedad significativa para la democracia argentina: un partido de derecha llegó por primera vez al Gobierno por la vía democrática.
Es probable que, al haber aceptado condiciones humillantes para cerrar acuerdos electorales con el oficialismo, el PRO se haya condenado a la irrelevancia. ¿Significa esto el colapso definitivo de una derecha racional que refrescó la democracia? ¿Es un paso más en la licuación de los partidos, cuando además, el peronismo y el radicalismo atraviesan crisis muy severas? ¿El PRO fagocitado por los hermanos Milei es la misma organización que alcanzó el Gobierno o terminó siendo “el partido de Macri”, que lo remató al mejor postor? En cualquier caso, su caída es un síntoma inequívoco del debilitamiento del sistema, cuya resiliencia no está hasta ahora en Argentina. Pero la cuestión de fondo es otra: ¿en qué términos y cómo se redefinirá el sistema político? A diferencia de crisis anteriores, los partidos que gobernaron antes están arrasados, el oficialista es una Pyme familiar de dos hermanos autoritarios, el rechazo a la política no afloja y la acción individual desplazó a la acción colectiva. Los dirigentes desprecian las organizaciones y sus normas, solo piensan en sus carreras individuales.
“Los partidos huecos” es una cita de “Los hombres huecos”, el famoso poema de T.S. Eliot, que dice: “Somos los hombres huecos/ Los hombres rellenos de aserrín/ Que se apoyan unos contra otros/ Con cabezas embutidas de paja”. No sabemos si alguien quiere y puede, todavía, reemplazar el aserrín por sangre fresca, que le otorgue un nuevo sentido a la política.